Tal vez muchos en distintas ocasiones de nuestras vidas caemos en el error de actuar sin antes pensar, a veces por descuido, otras veces por no importarnos lo que piensen los demás, en otras por baja autoestima o por deseos de engrandecernos, pero casi siempre es por no visualizar ni entender el peso de nuestras palabras y acciones, es decir, las consecuencias.
Dice en el poema Los Motivos del Lobo: “En el hombre existe mala levadura,
cuando nace, viene con pecado, es triste…”
Y es que es nuestra naturaleza la que nos hace buscar naturalmente nuestro
beneficio y comodidad, nos incita a querer ganar y demostrar superioridad, a
pensar primero siempre en nosotros mismos antes que en los demás. El hombre simplemente es un ser imperfecto y lleno de debilidad, no obstante, fue creado para amar,
para ser reflejo del creador,
Dios mediante sus enseñanzas, su amor incondicional como padre protector
y guía, busca que de nuestro ser florezca la bondad que Él sembró en
nosotros. Pero muchas veces resultamos
ser irremediablemente obstinados y nos dejamos ganar por nuestro ego. El pensar
que casi siempre tenemos la razón y que nuestra manera de hacer las cosas es la
correcta y más eficiente nos hace perder la tolerancia con los demás que no son
iguales que nosotros.
Resulta que sería mucho más fácil si todos estuviéramos en la misma
página, así no habría nada que explicar y todo fluiría con mayor
naturalidad. Pero estamos en un mundo
donde si bien es cierto, todos somos iguales ante los ojos de Dios, así mismo
tenemos capacidades y oportunidades diferentes, no para que el que más sepa
señale y humille al que no, sino todo lo contrario, para que le enseñe, y sí,
en reiteradas ocasiones se requerirá respirar hondo y pedir iluminación divina para
encontrar las mejores palabras y métodos para hacer llegar el mensaje.
Dios nos expone ante ciertas situaciones como pruebas constantes, eso es
lo que pienso que hace, Él nos pone en diferentes ambientes en distintos
momentos de nuestras vidas para fortalecernos y a la vez para que nos acerquemos a Él. Siempre encontraremos en la escuela,
en el trabajo, entre vecinos, en la iglesia, hasta dentro de nuestra misma familia,
personas con quien en ocasiones será difícil lidiar. A veces diremos cosas que para nosotros está
de lo más bien, sin embargo, son hirientes y menospreciantes. Ante esto, existe una única solución:
orar.
Orar incesantemente, orar con el corazón, reconociendo nuestra
imperfección, que nada somos sin Dios y que por eso necesitamos de Él para
poder comportarnos a su voluntad, para construir su reino en la tierra, para
crecer en santidad y ayudar a otros a crecer de igual forma. Pedir paciencia, tolerancia, sabiduría y
entendimiento, aprender a escuchar y entender cuándo es mejor callar. Si nuestra oración es sincera, Dios nos dará
lo que pedimos y mucho más, y la gracia y satisfacción que nos generará
nuestras buenas obras serán inmensurables.
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